Diamantes, corazones, tréboles y demás ladrillos de aquel castillo


Levantaba castillos de naipes, que punzaban bien alto, hiriendo las nubes y también a mi corazón, en los cuales siempre provocaba aguaceros a razón de los miedos que se me metían dentro por verla allá arriba, sin duda como a una gran chica de alturas.
Es que Natalia no se conformaba solo con la construcción de esas grandes moles de papel pintado, también acostumbraba escalarlos, velozmente, y cuando la cumbre se alzaba lejos y piernas o brazos le fallaban, era yo quien debía acudir a su rescate con betadine y tiritas en mano.
En estos momentos era cuando la hábil chica, con un colosal gesto que se colaba entre mis huesos, sacaba su as de la manga, poniéndome la excusa de que un beso sería suficiente para hacerle cesar toda esa agua que cruazaba sus mejillas de forma descontrolada al ver el mínimo indicio de sangre en su cuerpo. Sin duda, un beso le hacía más que todo el betadine del mundo.

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